Tiempos y tiempo de Dios


Tiempos y tiempo de Dios (110) – Los regalos de la navidad

La fiesta de la Navidad ha estado casi siempre amenazada de peligros, como la manipulación, la superficialidad, el consumismo, etc. Los cristianos mismos a veces no hemos estado exentos de caer en esta contradicción. Por ello es un reto para nosotros recuperar el sentido profundo de esta fiesta.

Con relación a ella san Pablo nos dice que: “se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres” (Tito, 2,11). Ahí, en esa expresión, radica lo fundamental que celebramos. La gracia a la que se refiere el apóstol es Jesús, y la salvación que nos trae podría referirse a muchas cosas, pero quería nombrar brevemente dos, que son bien esenciales para nuestra vida.

La primera apunta a tener claridad en el corazón acerca de Dios mismo. Ciertamente el misterio de la Natividad del Señor no tiene nada que ver con el dios todopoderoso, temible, lejano o despreocupado que muchos hemos imaginado o aprendido en nuestras catequesis de antes pero que, en no pocos casos, todavía tiende a marcar nuestras experiencias de fe y nuestras vidas.

Fruto de una joven campesina de un lugar insignificante del imperio romano, en una humilde pesebrera, animal karuha, es como Dios decide comenzar su peregrinación con la humanidad, no solamente con los que nos reconocemos cristianos. Dios se coloca en el nivel del más pobre y humilde, para que lo contemplemos, nos acerquemos y lo sintamos con confianza y amor -indefenso y realmente Enmanuel-  ‘Dios con nosotros’ e identificado  con nosotros. ¡Qué testimonio de inserción el de Dios!

Tal vez por esa razón, si miramos bien, la Natividad nos ofrece una posibilidad privilegiada de adentrarnos en uno de los misterios más hondos de la vida de los seres humanos: la experiencia del dolor, de la injusticia, del sufrimiento, de la muerte. Experiencias que tan fuertemente contemplamos al asomarnos a nuestra realidad mundial y nacional. Dios Encarnado no nos ofrece una explicación detallada del porqué de la humillación y de la muerte, del porqué del desprecio y del rechazo que sufren tantos seres humanos, o del sufrimiento del justo, de los pobres, de los niños, de los indígenas, de tantos millones que viven como ‘sobrantes en el mundo’.

Lo que descubrimos en la Navidad es que es Dios mismo quien deja su condición divina, desciende y se abaja hasta el extremo. Es Dios el que no responde con palabras explicativas al misterio de nuestra existencia, con todas sus luchas y dificultades, sino que nace para vivir él mismo nuestra aventura humana, sin evitar ni una de sus complejidades, contradicciones, oscuridades y consecuencias. La Navidad nos muestra de manera privilegiada que Dios comparte nuestra existencia tal y como es y con él podemos caminar firmes y ciertos hacia la plenitud.

Y de ahí, el segundo regalo: la esperanza firme y la alegría. Con relación a la esperanza, poder señalar con claridad que para los cristianos Jesús, el Señor, es nuestra esperanza. La esperanza de que la injusticia que parece abarcar gran parte de las dimensiones y espacios de nuestra existencia personal, social y política no prevalecerá para siempre.  Con relación a la alegría afirmar que la alegría propia de los cristianos tiene también su punto de partida en el Señor Jesús; en la conciencia honda y agradecida de un Dios cercano, fiel y lleno de ternura que ha plantado su tienda de modo definitivo con nosotros. No es el entusiasmo producto del éxito, de cuando la vida nos sonríe o  de una vida aparentemente sin problemas y cómoda. Se trata de un gozo que brota y persiste, incluso a veces medio escondida, en el fondo de nuestro ser; una alegría humilde y a la vez firme, que sabe muy bien en su corazón de quién se ha fiado.

Una alegría que ahí permanece sostenida y que se conserva solo en la medida en que irradia y se difunde serenamente a su alrededor. Y es que, como nos dice un Padre de la Iglesia del siglo V refiriéndose a la Navidad: “no puede haber tristeza cuando nace la vida”.
¡Muchas felicidades!

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